Hay cierta fantasía melancólica, propuesta hace más de un siglo por el psicólogo Theodor Fechner –y continuada por Kurt Lassiwitz, Theodor Wolff, Jorge Luis Borges, George Gamow y Will Ley– que postula una biblioteca total. La biblioteca es estrictamente completa: ostenta, dentro de ciertos límites razonables, todos los libros posibles. No hay libros en alfabetos extranjeros, ni tampoco volúmenes más extensos que, digamos, el que usted está leyendo en este momento; pero –dadas de esas restricciones– alberga todos los libros posibles. Hay libros en todos los idiomas, transliterados si fuera necesario. Hay volúmenes coherentes e incoherentes; predominan los de la segunda clase. El principio según el cual están compuestos es simple, aunque no muy eficiente: contienen toda secuencia combinatoria posible de letras, signos de puntuación y espacios hasta completar cada volumen uniforme encuadernado en vitela.
Otros escritores han acometido las imponentes estadísticas combinatorias. A 2.000 caracteres por página, tenemos 500.000 caracteres para cada volumen de 250 páginas; y con, digamos ochenta entre mayúsculas, minúsculas y otros signos de los cuales elegir, llegamos al resultado de 80^500000 como número total de libros. Entiendo que, según estimaciones actuales, en su fase actual de expansión no hay espacio suficiente en nuestro universo para más que una ínfima fracción de ese catálogo. Los números son baratos.
Lo interesante, empero, es que la colección es finita. La verdad última y completa sobre cada cosa –al menos en tanto puede ser puesta en palabras– está consignada, de principio a fin, en la biblioteca. El tamaño limitado de cada volumen no es una dificultad, ya que siempre hay otro volumen que puede retomar el relato –cualquier relato, verdadero o falso– que haya quedado inconcluso en un volumen anterior. En nuestra búsqueda de la verdad no tenemos forma de saber por qué volumen comenzar, ni cuál elegir a continuación, pero está todo ahí.
Podríamos limitar la elección descartando toda la jerigonza, de la que se compone la mayor parte de la biblioteca. Podríamos limitarnos al idioma español, y programar una computadora con la sintaxis y el vocabulario del español, que se encargaría de escudriñar la biblioteca descartando lo que no nos interesa. Lo que obtendríamos sería una fracción infinitesimal, pero aún hiperastronómica, de la cifra original.
Hay una manera más sencilla y más barata de efectuar el recorte. Algunos aprendimos de Samuel Finley Breese Morse lo que otros, de inclinaciones más matemáticas, aprendieron mucho antes: que un alfabeto con sólo dos caracteres (un punto y una línea), es capaz de realizar el mismo trabajo que nuestro alfabeto original de ochenta símbolos. Morse en realidad usó tres (punto, línea y espacio) pero a nosotros nos bastará con dos; podríamos usar dos puntos para el espacio y no admitir puntos iniciales o consecutivos en nuestra codificación del resto de los ochenta caracteres.
Si mantenemos el formato anterior, con el mismo número de páginas para cada volumen, esta estrategia reduce el tamaño de nuestra biblioteca a 2^500000. Sigue siendo una cifra grande. Escribirla requeriría cientos de páginas en dígitos normales, o dos volúmenes en puntos y líneas. Tomados de a uno, los volúmenes serían más frugales en contenido, porque nuestra nueva codificación Morse requiere seis veces más extensión que nuestro antiguo alfabeto de ochenta para comunicar la misma idea; pero, en su totalidad, no se pierde nada en contenido, porque por cada idea inconclusa de un volumen habrá otro, en algún estante, esperando para retomarla.
Esta última reflexión –que los temas cubiertos por cada volumen aislado no afectan la completud cósmica del catálogo– nos sugiere una economización más drástica: un recorte en el tamaño de los volúmenes. En lugar de admitir 500.000 caracteres en cada volumen, nos podríamos conformar con, digamos, diecisiete. Ya no tenemos que atarearnos con volúmenes, sino sólo con tiras de texto de no más de cinco centímetros cada una, y ya no es necesaria ninguna encuadernación. En nuestro código de dos caracteres el número de tiras es 2^17, o 131.072. La totalidad de la verdad, reducida a una medida manejable. Obtener alguna información sustancial sobre cualquier cosa requerirá una extensa concatenación de nuestras tiras de dos pulgadas, más la ocasional reutilización de alguna de ellas. Pero tendremos todo lo necesario para ponernos trabajar.
A estas alturas nos enfrentamos al colmo del absurdo: una biblioteca universal de dos volúmenes, uno con un único punto, otro con una única línea, suficientes para deletrear todas y cada una de las verdades. El milagro de la biblioteca finita pero universal es una mera exageración de la notación binaria. Todo lo que vale la pena decir, y también todo lo demás, puede ser dicho con dos caracteres. Se trata de un fiasco digno del Mago de Oz, pero que ha resultado una bendición para la informática.
Otros escritores han acometido las imponentes estadísticas combinatorias. A 2.000 caracteres por página, tenemos 500.000 caracteres para cada volumen de 250 páginas; y con, digamos ochenta entre mayúsculas, minúsculas y otros signos de los cuales elegir, llegamos al resultado de 80^500000 como número total de libros. Entiendo que, según estimaciones actuales, en su fase actual de expansión no hay espacio suficiente en nuestro universo para más que una ínfima fracción de ese catálogo. Los números son baratos.
Lo interesante, empero, es que la colección es finita. La verdad última y completa sobre cada cosa –al menos en tanto puede ser puesta en palabras– está consignada, de principio a fin, en la biblioteca. El tamaño limitado de cada volumen no es una dificultad, ya que siempre hay otro volumen que puede retomar el relato –cualquier relato, verdadero o falso– que haya quedado inconcluso en un volumen anterior. En nuestra búsqueda de la verdad no tenemos forma de saber por qué volumen comenzar, ni cuál elegir a continuación, pero está todo ahí.
Podríamos limitar la elección descartando toda la jerigonza, de la que se compone la mayor parte de la biblioteca. Podríamos limitarnos al idioma español, y programar una computadora con la sintaxis y el vocabulario del español, que se encargaría de escudriñar la biblioteca descartando lo que no nos interesa. Lo que obtendríamos sería una fracción infinitesimal, pero aún hiperastronómica, de la cifra original.
Hay una manera más sencilla y más barata de efectuar el recorte. Algunos aprendimos de Samuel Finley Breese Morse lo que otros, de inclinaciones más matemáticas, aprendieron mucho antes: que un alfabeto con sólo dos caracteres (un punto y una línea), es capaz de realizar el mismo trabajo que nuestro alfabeto original de ochenta símbolos. Morse en realidad usó tres (punto, línea y espacio) pero a nosotros nos bastará con dos; podríamos usar dos puntos para el espacio y no admitir puntos iniciales o consecutivos en nuestra codificación del resto de los ochenta caracteres.
Si mantenemos el formato anterior, con el mismo número de páginas para cada volumen, esta estrategia reduce el tamaño de nuestra biblioteca a 2^500000. Sigue siendo una cifra grande. Escribirla requeriría cientos de páginas en dígitos normales, o dos volúmenes en puntos y líneas. Tomados de a uno, los volúmenes serían más frugales en contenido, porque nuestra nueva codificación Morse requiere seis veces más extensión que nuestro antiguo alfabeto de ochenta para comunicar la misma idea; pero, en su totalidad, no se pierde nada en contenido, porque por cada idea inconclusa de un volumen habrá otro, en algún estante, esperando para retomarla.
Esta última reflexión –que los temas cubiertos por cada volumen aislado no afectan la completud cósmica del catálogo– nos sugiere una economización más drástica: un recorte en el tamaño de los volúmenes. En lugar de admitir 500.000 caracteres en cada volumen, nos podríamos conformar con, digamos, diecisiete. Ya no tenemos que atarearnos con volúmenes, sino sólo con tiras de texto de no más de cinco centímetros cada una, y ya no es necesaria ninguna encuadernación. En nuestro código de dos caracteres el número de tiras es 2^17, o 131.072. La totalidad de la verdad, reducida a una medida manejable. Obtener alguna información sustancial sobre cualquier cosa requerirá una extensa concatenación de nuestras tiras de dos pulgadas, más la ocasional reutilización de alguna de ellas. Pero tendremos todo lo necesario para ponernos trabajar.
A estas alturas nos enfrentamos al colmo del absurdo: una biblioteca universal de dos volúmenes, uno con un único punto, otro con una única línea, suficientes para deletrear todas y cada una de las verdades. El milagro de la biblioteca finita pero universal es una mera exageración de la notación binaria. Todo lo que vale la pena decir, y también todo lo demás, puede ser dicho con dos caracteres. Se trata de un fiasco digno del Mago de Oz, pero que ha resultado una bendición para la informática.
[Por supuesto, este recorte drástico de volúmenes hace imposible descubrir nada nuevo –debemos combinar los símbolos nosotros mismos para que signifiquen algo. Las respuestas a todas nuestras preguntas ya no esperan en los estantes listas para descubiertas e interpretadas. Las respuestas se nos tienen que ocurrir a nosotros, y lo único que alberga la biblioteca es lo que nosotros ponemos ahí. Lo cual, por supuesto, bien puede ser lo que Borges tenía en mente desde un principio. (Nota del Editor)]
Versión original (inglés)
Recogido en:
W.V. Quine, Quiddities: An Intermittently Philosophical Dictionary. Cambridge (Mass.): The Belknap Press, 1987.
Acá se puede consultar una versión virtual de la Biblioteca de Babel.
Los primeros tres párrafos de este texto se consignan en la página 90 del volumen 3 (,mlpcdrdu.ereb,fxjuy) del primer estante de la pared 2 de cierto hexágono cuya dirección es demasiado extensa para incluirla aquí. Se puede consultar en: URL= https://libraryofbabel.info/bookmark.cgi?bibliotecatotalquinetrad
Y acá se puede Descargar este texto en PDF.
Los primeros tres párrafos de este texto se consignan en la página 90 del volumen 3 (,mlpcdrdu.ereb,fxjuy) del primer estante de la pared 2 de cierto hexágono cuya dirección es demasiado extensa para incluirla aquí. Se puede consultar en: URL= https://libraryofbabel.info/bookmark.cgi?bibliotecatotalquinetrad
Y acá se puede Descargar este texto en PDF.
Aclaración de último momento (me lo sospechaba, pero recién lo encuentro).
Quine no deja de ser un capo, pero es evidente que no es ningún experto en la obra de Borges . En una nota al pie de El Idioma analítico de John Wilkins se aclara lo siguiente:
"(1) Teóricamente, el número de sistemas de numeración es ilimitado. El más complejo (para uso de las divinidades y de los ángeles) registraría un número infinito de símbolos, uno para cada número entero; el más simple sólo requiere dos: Cero se escribe 0, uno 1, dos 10, tres 11, cuatro 100, cinco 101, seis 110, siete 111, ocho 1000... Es invención de Leibniz, a quien estimularon (parece) los hexagramas enigmáticos del I King."
En este ensayo Borges ya había ejemplificado -o sugerido- la paradoja de Russell (es la famosa cita al principio de cierto libro de Foucault); y en estas líneas menciona de pasada a Leibniz y al I Ching mientras apunta al vértigo de la cardinalidad de Cantor.
Ah, el "editor" de las notas del editor NO soy yo: es el tipo que publica el artículo en la página del link. Yo solamente traduje sus comentarios tal como estaban.
ResponderEliminarTres o cuatro cuestiones sobre las que me quiero apuntar.
ResponderEliminar1 – El universo sigue en expansión, de esto deviene dinámica universal, como contracara de estaticidad, por ende la construcción continúa. No quiero entrar en cuestiones de lógica formal, que odio (con perdón del camarada Pancho, Manuel y Wittgenstein – en ese orden).
2 – Sin querer y creo que con una vaga y poco precisa asociación, recordé la serie de libros “elige tu propia aventura”, donde estaba todo ahí, pero dependía el destino del protagonista de la combinación de paginas que haga.
3 – Eso me lleva a la discusión agustiniana (y doctrinal) entre libre albedrío y providencia divina – producto de otra vaga asociación mía –
4 – Conozco varias (varias) personas que no saben desarrollar una idea en bruto, así sin pulir demasiado, imaginemos la mudez que traería codificar aún mas.
5 – A veces el silencio es salud.
6 – La gente promedio no lee ni los diarios, y por eso este post es peligroso, ya que mal entendido por el transeúnte de ocasión, lo hará quemar las pocas líneas escritas que aún conserva en su casa.
(Bueno, fueron 6 comentarios innecesarios) Saludos y salud.