Hay una pequeña partecita de cada uno de nosotros que es siempre un grandísimo hijo de puta. Es justamente esa partecita que no se deja ver ni tampoco olvidar, que molesta siempre y desde siempre. Es ese fuelle idiota que a cada rato nos comprime el pecho para expandirlo luego, lleno de oxígeno, miedos y esperanzas.
Es ese licor infecto que se nos mezcla en las luces de la mañana y nos depara extáticas náuseas de comunión con el Universo; ese veneno que nos emborracha tanto que creemos habernos encontrado a nosotros mismos, o creemos haber sido encontrados al fin, lejanamente descubiertos. Por una vez, nos sabemos tan profundamente conquistables y colonizables como cualquier paraíso (y tan vastos, y tan llenos de misterio y de horizontes, de mosquitos, de guerras, de pasiones, de pantanos, de sapos y supersticiones, de tibia sangre y de monstruos y de abismos y de tedio y plenitudes, de infinitos y trivialidades, de extensas y torpes llanuras y enumeraciones)
Ese hijo de puta ya me debe unas cuantas. Por lo pronto resiste al sueño, al tabaco, al alcohol, el hambre, el cansancio, el calor, el desamparo, las depresiones y otras nocivas formas de exceso. Empiezo a pensar que la contienda está perdida. Voy a tener que dedicarme a encontrar nuevas tácticas de ataque. O ir resignándome a redactar de una vez por todas esa tregua tan temida (que sé muy bien ni él ni yo sabremos respetar).
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