Pseudo Dionisio el Areopagita reflexionó que si el nombre nos parece apropiado, es necesariamente engañoso, y que mientras más distancia haya entre lo que creemos que el nombre representa y aquello que efectivamente nombra, mayor es su exactitud y su verdad. El Dios de los Salmos es un hombre recio que despierta con resaca. Ese símbolo es infinitamente más cercano a Su divina naturaleza que los cotidianos rayos solares, el mundanal ciclo de las estaciones, los esporádicos relámpagos, o los oscuros manantiales con los que se entretuvo por milenios la imaginación de los paganos. La Letra (que es el Verbo) enseña que toda Cercanía se engendra en la Distancia. Y en la Letra se inscriben los Nombres, que habitan (desbordan) la cercanía de lo incomprensible.
Funes, el personaje de Borges, pretendió imponer a la serie de los números naturales una análoga arbitrariedad nominativa:
«En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve.»
Más tarde intentó hacer lo mismo con las cosas del mundo, pero advirtió que el lenguaje resultaba insuficiente para nombrar cada detalle de cada uno de sus infalibles recuerdos, y desechó el proyecto.
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