Es imposible sostener una actitud de sospecha generalizada acerca de nuestra capacidad para realizar generalizaciones correctas (o, al menos, generalizaciones útiles, "válidas" o interesantes
*).
Se nos podría replicar que este resquemor nuestro es meramente "formal", y hasta se podría intentar un "psicoanálisis" (o una "deconstrucción") de la afirmación precedente, sosteniendo, por ejemplo, que no es más que el síntoma de un estómago (i.e. un
espíritu) débil, insuficientemente adaptado para metabolizar las paradojas más conspicuas -precisamente ésas que, se nos repite, forman la trama de la "existencia". En realidad, no se trataría tanto de un argumento como de cierta "movida" retórica, cuyo objetivo, para colmo, no estaría damasiado claro, de modo que tampoco resultaría del todo "inteligible" -digamos que no estaría del todo "abierto a la interpretación", o que sería "hermenéuticamente opaco"-. Y esto sencillamente porque para convencernos de la legitimidad de dicha maniobra tendría que ser posible adentrarse en algún tipo de discusión -más bien general- acerca de (la corrección, utilidad o interés de) ese tipo de estrategias; cosa que, evidentemente, no podemos hacer, salvo que concedamos la verdad de la primera afirmación.
La moraleja podría ser que (¿en general?) esta "existencia" nuestra viene siendo un asunto difícil, paradójico, opaco, e inefable (casi la misma estúpida moraleja del
Tractatus, ese
graffiti pretencioso y para nada amable, aunque de innegables méritos estéticos).
Pero parece evidente que si llegamos a esa incómoda situación es sólo porque tardamos demasiado en comprender que ponerse a buscar "moralejas" es una de las actividades más estúpidas en las que podemos desperdiciar nuestras contadas horas... lo que, en líneas generales, también coincide con la estúpida moraleja del
Tractatus, ahora bajo una luz no tan mística, y acaso más optimista.